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Antoni Miró

PINTURA MUSICADA DE CINEMA, ESTRENO MUNDIAL (30/10/19 - 30/11/19)

Antoni Miró ha reflejado en sus cuadros algunas de sus propios recuerdos cinematográficos, que seguramente también serán los nuestros, aunque los compartamos asociados a momentos personales muy distintos. Por eso seguramente echaremos en falta otros títulos, pero nos identificaremos con muchas de las imágenes que han saltado de su memoria a los lienzos tal como él aún las siente. Desde los iconos juveniles de un Tarzán semidesnudo (que desesperó a la censura) o de Robin Hodd, al de Indiana Jones, látigo en mano, hasta la estampa nostálgica de John Wayne caminando de espaldas, para volver a alejarse en un desierto del far west. O Gary Cooper dispuesto a enfrentarse solo a su destino en un duelo desigual. Y los mitos eróticos de Marilyn Monroe y Rita Hayworth, en las estampas clásicas de La tentación vive arriba y Gilda. También la mirada azul de Lawrence de Arabia, el vuelo rítmico de Fred Astaire; el amor cómplice entre opuestos de La reina de África, la magia infantil de Mary Poppins, la evocación de las carcajadas incontenibles que nos provocaron Búster Keaton, los hermanos Marx, Harold Lloyd o Laurel y Hardy; el grito que todos dimos junto a Janet Leigh en la ducha de Psicosis; la envidiada capacidad de seducción de James Bond, de Liza Minnelli en Cabaret, o de Autrey Hepburn en Desayuno con diamantes; el desgarro de la despedida en el aeropuerto de Casablanca; la ácida burla de Chaplin en El gran dictador, y el estremecimiento que aún nos causa su determinación de Charles Chaplin yendo hacia un destino incierto con Paulette Goddard al final de Tiempos Modernos; o la ira de Escarlata OHara jurando que jamás volverá a pasar hambre, frente al rojo atardecer de Lo que el viento se llevó. Y nuestra propia ira ante la represión en la célebre escalera de El acorazado Potemkin.

A veces, Toni recuerda en color una imagen que fue en blanco y negro, como aquel discurso de Pepe Isbert -que parecía una burla de Franco- en el balcón municipal de Bienvenido míster Marshall, o la contemplación del paisaje de Manhattan desde un banco por Woody Allen. A la inversa, recrea otras escenas sin sus tintas originales desnudando de artificios fotogramas como el de El padrino. Pero sus dos obras más personales son aquellas donde se reencuentra con sus amigos muertos, eternamente vivos en su memoria y sus películas: Ovidi Montllor en Furtivos y Antonio Gades en Bodas de sangre.

Contemplar estas veintinueve obras -que podrían haber sido cincuenta o cien- es una insistente invitación al recuerdo íntimo, a revivir las emociones que nos causó una escena, a recuperar la ilusión momentánea de una determinada noche de cine. Hay que contemplarlos buscando en ellos lo que entonces fuimos y sentimos, las esperanzas que acariciamos, el instante fugaz en que aquellos planos se anclaron en nuestra memoria. Disfrutemos de esos reflejos del cine, como parte de los recuerdos de nuestras vidas. Porque a todos siempre nos quedará París.

Vicente Romero

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